domingo, 10 de mayo de 2015

Congelada

Hola buscadores,
Hoy os traigo un relato corto que escribí hace tiempo. Lo hice como ejercicio en uno de mis cursos en la Escuela de Escritores. Me encantaba ser alumna y de hecho creo que, aparte de todo lo que aprendí, mejoré mucho en el estilo y la redacción de mis textos. Este tiempo que ha pasado desde que acabé creo que he empeorado un poco porque he vuelto a escribir rápido y sin fijarme demasiado en las descripciones, en simplificar... y es una pena porque llegué a hacerlo muy bien ^^
A ver qué os parece:



—Vamos a sentarnos abajo —me indicó Jaime.
Asentí sin más y él abrió la marcha con su tarrina de helado en la mano derecha. Yo le seguí por la escalera que conducía a la planta baja de la heladería, allí estaban las mesas para los clientes.
El único pensamiento que registraba mi mente era evitar que el helado se derramara, descendí como una autómata a una habitación donde la oscuridad se amontonaba en los rincones y las bombillas de bajo consumo intentaban iluminar la superficie de las mesas, que parecerían de hielo, repartidas por toda la estancia.
—¿Cogemos la mesa del rincón? —pude oír que me preguntaba por encima del potente zumbido de los aparatos de aire acondicionado.
No hizo falta que respondiera, Jaime ya había echado a andar hacia allí.
La mesa del rincón era "nuestra mesa". Nos habíamos sentado en ella en todas nuestras visitas a la heladería de los últimos tres años.
Nos acomodamos en nuestros sitios de siempre, pero entonces, Jaime cogió su tarrina de helado y la levantó por encima de su cabeza.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Vamos a brindar —anunció con una amplia sonrisa.
—¿Con helado?
—No tenemos otra cosa.
Dudé unos instantes pero conocía esa sonrisa, era de alegría verdadera, así que tomé mi tarrina con la punta de los dedos y procedimos al brindis.
—¡Por mi futura aventura en tierras alemanas! —exclamó con emoción.
Intenté sonreír pero el cartón helado de la tarrina se me clavaba en los dedos como  astillas afiladas y me apresuré a soltarlo en la mesa en cuanto pude.
Jaime, en cambio, sostuvo el suyo en una mano y comenzó a devorarlo. Me llegó el olor dulzón que desprendía; a chocolate y galleta y por algún motivo, se me revolvió el estómago.
Mi helado no olía a nada.
—Todavía no puedo creerme que me hayan concedido la beca para estudiar un año en Alemania ¡Un año entero! ¡Y con todo pagado!
Bajé la vista hasta mi helado. Era de un color rosa pálido apagado. Metí la cucharilla y lo removí un poco.
—Sí... es increíble.
—¡¿Verdad que sí?! ¡Alemania! ¡Siempre quise vivir allí!
—Sí, lo sé —Saqué la cuchara, con una buena porción de helado y me la metí en la boca sin poder abrirla más que una rendija. Al instante hice una mueca ¿Qué sabores había escogido? Un gusto ácido, casi agrio invadió mi lengua adormecida por el frío.
—Vendrás a visitarme alguna vez, ¿verdad, Anna?
La pregunta me hizo levantar la vista.
—Tendrás que invitarme tú —respondí—, porque no estoy para pagarme un viaje a Alemania precisamente.
—¡Pues claro! ¡Serás la primera! ¿A quién iba a invitar sino a mi mejor amiga?
—A no ser que te eches alguna novia allí.
Jaime pensó que bromeaba, de modo que sacudió la cabeza con su habitual despreocupación y volvió a concentrarse en su helado.
¿Por qué se me había ocurrido decir algo así?
Decidí pensar en otra cosa y noté que no había nadie más en las otras mesas, quizás por el frío que hacía en la sala. ¿A quién le gustaba comerse un helado a diez grados bajo cero? Pusiera donde pusiera las manos se me agarrotaban doloridas. Incluso mis piernas eran un par de témpanos que entrechocaban por culpa de los nervios.
—Anna, ¿estás bien? —me preguntó de pronto.
—¿Eh?... Sí.
—¿Seguro? Llevas un buen rato callada... —Y su mirada bajó hasta mi helado casi intacto.
—Estoy bien —aseguré. Agarré la cuchara rebosante y me la metí en la boca con contundencia. Una vez, dos, tres... hasta que el helado formó una bola consistente que se me alojó en la garganta, negándose a bajar.
—¡Es que estamos de celebración! Pero tú no pareces contenta por mí.
—Estoy contenta, mucho. ¡Enserio! —Intenté tragar, una vez más, pero la bola bajaba unos milímetros para subir de nuevo como un yo-yo—. Es solo que... ya sabes, ha sido todo tan precipitado que todavía lo estoy procesando.
El helado ya no me sabía a nada, era una masa gélida que me provocaba escalofríos por todo el cuerpo, así que lo dejé a un lado.
—Sí que es precipitado... —continuó Jaime. Jugueteaba con su tarrina vacía, pasándosela de una mano a otra y yo supe que aún ocultaba algo más. Me incliné hacia delante y apoyé las manos sobre la mesa— ... porque me han dicho que tendría que ir de inmediato.
—¿Cómo... de inmediato?
—El avión sale pasado mañana.
El tiempo se detuvo un instante. Los sonidos, las luces parpadeantes, mi respiración... Solo el frío se resistió a desaparecer, al contrario, lo sentí ascender por mi cuerpo, anestesiándolo todo a su paso.
Hasta que, como en una película, alguien pulsó el play y todo se puso en marcha de nuevo.
—¿Te imaginas? ¡Dos días! —La mirada soñadora de mi amigo viajó por el espacio y cuando se volvió a posar en mí, yo aparté la mía por miedo a lo que pudiera mostrar.
—Dos días... Es súper pronto.
Mantuve la compostura todo lo que pude, pero por debajo de la mesa, junté las piernas y apreté una rodilla contra la otra con fuerza en un intento de manejar la tensión.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Casi no voy a tener tiempo de nada... —admitió él, ajeno a todo excepto a su propia felicidad—. Pero Anna, estoy tan ilusionado...
Finalmente la presión en mis piernas fue cediendo y yo seguí con la mirada la línea recta de mi brazo hasta mi mano, que seguía ahí, sobre la mesa, abandonada a unos cuantos centímetros de la de él.
—En verdad me alegro por ti —murmuré.
—Ya lo sé, boba.
Pero no lo decía para convencerle a él, sino a mí misma. Quería alegrarme, debía alegrarme, no obstante mi cerebro había salido de su letargo con una orden clara y firme: "¡Dile que se quede! ¡Díselo!"
—No te estarás poniendo triste ¿Verdad?
—¡Claro que no! —repliqué en un impulso—, ¿Por qué? Si es lo que te hace feliz... —La bola de helado me estaba provocando un dolor agónico en la mandíbula, así que me la froté con disimulo para poder seguir hablando—. Obviamente, te echaré de menos pero...
—Yo también —me interrumpió. Levanté los ojos y entonces, fue él quien los bajó— Pero será solo un año ¡Eso pasa volando!
—Claro.
Claro que no. Un año podía ser un suspiro o una eternidad. Lo mismo que los centímetros que separaban nuestras manos o la cantidad de valor que necesitaba para pedirle que se quedara.
Yo no tenía el coraje suficiente como para decir en voz alta lo que estaba pensando.
Jaime se puso a hablar de nuevo aunque yo no escuché lo que decía porque mi atención se había detenido en la imagen de nuestras manos, una frente a la otra. ¿Y si se la cogía? Me conocía mejor que nadie, así que con ese gesto entendería que no quería dejarle marchar y serviría para retenerle.
Moví la mano lentamente, estirando los dedos entumecidos hasta casi rozarle. Estaba ya tan cerca que me llegaba la calidez de su piel.
Un poco más y le habría tocado, pero un barullo de voces y pasos que se acercaban me paró en seco.
Jaime dejó de hablar y dio un respingo alzando la cabeza. Su mano se apartó de la mía.
—¡Hombre! ¡Si son Jaime y Anna! —exclamó una voz.
Giré la cabeza y el alma se me hundió hasta los pies. Nuestro grupo de amigos al completo apareció por el hueco de la escalera.
—¡Ey, hola! —saludó Jaime, contento.
Se levantó y fue directo a ellos, pero yo me quedé quieta. Necesité unos segundos para tranquilizarme, antes de levantarme e ir hacia ellos arrastrando los pies.
El corazón me latía desbocado por lo que había estado a punto de hacer. Ahora me parecía una tontería, estaba segura de que habría hecho el ridículo y, lo que era peor, no habría servido de nada.
La felicidad que irradiaban sus ojos dejaba claro que no renunciaría a ese viaje pasara lo que pasara. Ni aunque le hubiese dicho que yo le necesitaba a mi lado, que era una de las personas más importantes de mi mundo. Era mi... mejor amigo.
Ni siquiera me sentía culpable por haber pretendido pararle ¿Qué clase de amiga era?
—Bueno, tengo que irme —anunció Jaime—, que tengo mucho que preparar y muy poco tiempo. Nos mantendremos en contacto este año y cuando vuelva... ¡Lo celebraremos!
Así comenzó la temida despedida. Jaime se puso a dispensar abrazos, besos, apretones de manos de buena gana. Yo sentía que los escalofríos aumentaban según se iba acercando a mí.
Fue un momento tan fugaz que me pareció más imaginado que vivido. No hubo demasiada diferencia con lo que había hecho con los demás: me dedicó unas palabras de adiós y me abrazó. Si hubo algo, fue una mirada que me dirigió solo a mí antes de girarse hacia el siguiente. Intensa y significativa. Pero yo estaba demasiado alterada como para interpretarla adecuadamente.
Le seguí con los ojos mientras subía las escaleras, y me quedé colgada mirando el lugar por el que había desaparecido hasta que los demás me llamaron y tuve que regresar a la mesa.
Se pusieron hablar, pero yo me sentía a kilómetros de distancia. Sus voces eran sonidos extraños de un idioma incomprensible para mí.
En mi cabeza se repetía una y otra vez la escena que acababa de sucederse, esta vez a cámara lenta, incitándome a que hiciera algo diferente aunque fuera solo en mi imaginación, pero ni siquiera entonces fui capaz.
Estaba congelada.
Por la escalera, que aún observaba, bajaron de repente, un par de críos. Un niño corría sin parar de reír, rodeando las mesas, y una niña le perseguía, hasta que él se dejó atrapar por los bracitos de su amiga.
La bola de helado de mi garganta terminó de fundirse, inundándolo todo con su textura espesa y robándome la respiración. Sentí un regusto salado en la boca. El sabor de las lágrimas que había estado reteniendo.
La visión de esos niños hizo que la pena acabara por trastornarme. Me hizo pensar en el año de la vida de Jaime que iba a perderme, pero también me vi arrastrada por una inesperada nostalgia que no tenía sentido. Como si echara de menos los años de mi infancia que había pasado sin conocerle, ¿cómo podía extrañar algo que no había pasado?
Aparté la mirada de los niños y la coloqué sobre mi helado totalmente derretido. Las ganas de llorar aumentaron, así que volví a apartarla.
Movía la cabeza de forma errática ¡Porque no sabía a dónde mirar! Huía de los rostros de mis amigos. Suelo. Techo. Mis piernas. Mi corazón estaba a punto de estallar y mi vista estaba cada vez más borrosa por las lágrimas.
Pero no quería llorar.
Acabé fijándola en las escaleras por las que él se había ido y me invadió la terrible urgencia de salir corriendo. De escapar. Apoyé las manos en la silla, flexioné los brazos y...
—Anna... —La voz de alguien cortó mi impulso de ponerme en pie—, ¿Qué te pasa? ¿Por qué tiemblas?
¿Por qué temblaba? En las escaleras ya no había nada para mí. Ni más allá tampoco. Ya no.
Me froté los ojos con disimulo y me volví.
—No es nada —dije en voz baja—. Es solo el frío.
¿Qué pensáis? A mi profe de la escuela le gustó aunque me dijo que no le molaban mis historias de amor con finales tristes, jajaja. Yo no pienso que sea un final triste, solo es un final abierto. Cada cual puede imaginar lo que pasará a continuación ¿No?
Hasta otra, buscadores.